Todos saben que por las mañanas, la ciudad de Jaén es un bullicio de actividad. La gente va al mercado a comprar abastecimiento, los niños van al colegio y los taxis y autobuses invaden las carreteras transportando a esta gente a su destino.
Mirando desde
mi vista privilegiada, en lo alto del tejado avisto toda esta actividad con
mirada pensativa. Si supieran estos mortales lo que pasaba en sus calles a
altas horas de la noche… no pensarían andar como lo hacen bajo la luz solar.
El mono de la
fachada de la catedral mira con desdén a los transeúntes, pensando vete a saber
qué cosas traviesas. Era una criaturita de lo más graciosa, si la pillabas de
buen humor; aunque rara vez la vieras así.
Bueno no voy a
irme por las ramas y voy a contarte mi historia. Me llamo Margarita y vengo de
una ilustre familia acaudalada de esta ciudad. Mi padre mandó construir un palacio, sobre
en el que vislumbro la vida diurna de los jiennenses en sus tejados. No es por
echarme flores, pero en mi tiempo, era una joven muy codiciada por mi belleza y
mis modales modestos (lo que más encantaba a los hombres, que buscaban una
propiedad, más que una persona). Tenía gran predilección por aquellos que
vivían humildemente y me apenaba por su situación. Aunque eso puede que fuera
mi perdición.
Me enamoré de
un joven que vi un día paseando con mi madre y él se prendó de mí. Tal era
nuestro amor que nos veíamos cuando podíamos y nos escribíamos a escondidas de
mi familia. Pero por desgracia, nos descubrieron y mi padre, al que odié
poderosamente, me emparedó en mi habitación de donde no podría salir en la vida.
Mi vida se consumió, pero mi perseverancia por estar con mi amado no y todos
los días, le escribía cartas cargadas de amor y esperanza. Pero el tiempo pasó
y mis esperanzas mermaron. Se debieron olvidar de mí, porque mi habitación no
volvió a abrirse nunca más y acabé desfallecida de hambre y mi destino
truncado. Mi sed de venganza y pena deambulan por los recovecos por la casa y a
veces escapo por las paredes para dar algún que otro susto a los nuevos
habitantes de mi palacio. Dicen los mortales que me ven apenada y me arrastro
por los pasillos como alma en pena. Es solo una fachada, en verdad lo que hago
es reírme de ellos por sus caras de puro terror. Ni que fuera un fantasma…
bueno, sí lo soy ¿y? También tengo sentimientos.
Vuelvo a irme
por las ramas. Se nota que hace años que no hablo con nadie ¿verdad? Bueno, el
caso es que desde entonces vagabundeo por Jaén a altas horas de la noche.
Pronto se hará la oscuridad en esta ciudad y podré campar a mis anchas sin encontrarme
con un descuidado mortal.
La luz fuerte
y segura del sol va menguando dejando paso a las estrellas, mis acompañantes
presentes en mis caminatas. Al fin la luz del sol desaparece y la ciudad echa
su manto sobre las casas y acalla los últimos sonidos, dejándola para las
nuevas almas que hacen su vida. Como yo.
Me levanto
sobre el tejado y me estiro sin temor a represalias sobre etiquetas y
protocolo. Ya no rindo cuentas a nadie, excepto a mí misma. Salto hacia el
suelo y comienzo a caminar por la calle, mientras otros sonidos y siluetas
despiertan de su sueño inmortal. La fachada del Cervantes vuelve a reformarse
mostrando su antiguo esplendor ante mis ojos. Estos mortales no tienen ningún
respeto por lo anticuado. Observé desde privilegiada panorámica, cómo hacían
pedazos a ese ilustre cine y agrietaban sus baldosas, mientras la rabia me
reconcomía; pero me contuve de pegarles un susto, bastante tenían con lo suyo.
La nueva plaza
de la Constitución dejó pasó a una pequeña ciudad bajo sus pies y las almas que
alguna vez habían vivido allí comenzaban sus quehaceres.
Seguí
caminando por el paseo al otro teatro. Aquello sí que me dolió cuando en su día
lo reformaron por un edificio de cristal y acero. Me daba repugnancia que
hubieran hecho aquello. Tal como estaba en aquellos años veinte estaba
precioso, con sus columnas y detalles arquitectónicos que combinaban
perfectamente con los edificios de su alrededor. Pero como siempre, la
modernidad se antepuso y destrozó aquel lugar. Con un suspiro resignado, entré
al teatro El Norte y pasando del pasillo de las gominolas entré en la sala de
proyección.
Estaba
atestada de todas las criaturas inimaginables. Antepasados humildes e ilustres
se mezclaban entre los asientos con otras criaturas algo asquerosas en mi
opinión. Diablillos y gárgolas montaban un espectáculo ensordecedor mientras se
insultaban, peleaban y se tiraban palomitas.
Me senté en
los últimos asientos de la sala, cerca de las puertas para tener la mejor
salida cuando nos expulsaran de la sala, como cada noche hacían los guardianes
del edificio.
Los inmortales
humanos conversaban entre ellos sobre las últimas novedades acaecidas, mientras
otros miraban con desdén a los monstruitos que se disputaban los mejores
asientos a su lado.
Mientras
miraba aquel espectáculo, las luces de la sala fueron bajando de intensidad
hasta dejarla en penumbra, pero la algarabía de las criaturas seguían con su
ritmo discordante.
La pantalla de
la sala se encendió y empezó su sesión del día. Me centré en lo que echaban y
dejé de escuchar las obscenidades que se prodigaban a los lados y enfrente de
mi persona.
Hice aparecer
por arte de magia un bol de palomitas y comencé a comerlas mientras miraba con
expectación las escenas de la pantalla. De pronto un bulto cayó a mi lado y
cuando miré, vi que se trataba del monito de la catedral. Le acerqué mi bol y
lo compartimos mientras veíamos la película.
Las palomitas
y otras cosas menos agradables volaban en todas direcciones por la sala. El
monito de mi lado miraba divertido aquel espectáculo mientras se servía del
bol. El ruido aumentó haciendo casi imposible ver la filmación que proyectaban
aquella noche. Los demás espectadores empezaron a quejarse también y a
participar en los lanzamientos de palomitas.
El monito se
arrellanó en la butaca y se rió de aquella escena. Qué demonios, era divertida y
dejé de prestar atención a la película. Los proyectiles se multiplicaron y la
sala fue un hervidero de actividad donde los humanos tiraban pañuelos y
palomitas a las gárgolas que estaban en otro frente mientras echaban
espumarajos y puñados de chinas a los otros. La guerra que se nos presentaba se
recrudeció y las gárgolas se lanzaron sobre los humanos y empezó la batalla
campal.
-Hora de
marcharse, monito- canturreé y levantándome de mi butaca salí de la sala con el
monito siguiéndome a mis espaldas dando saltitos.
Paseé por la
ciudad sin un rumbo preestablecido mientras disfrutaba del silencio aparente de
la ciudad. La luna, llena completamente, miraba nuestros pasos mientras nos
dirigíamos al norte de la ciudad. Era hora de jugar un rato al escondite entre
los olivos. Empezamos a jugar al pilla-pilla y salí zigzagueando por aquellos
árboles ancestrales mientras su aroma característico invadía mis pulmones.
Estuvimos un
rato así cuando nos cansamos y volvimos a la ciudad. Tocaba recogerse después
de un día completo. Cuando pasamos de vuelta a casa, vimos a las autoridades
del teatro sacando a empellones a las criaturas y humanos que todavía se
debatían. Nos reímos un rato de ellos y antes de que nos pillaran, volvimos
corriendo a casa.
El monito se aupó por las grietas de la fachada a su esquina favorita. En cuanto a mí, atravesé las paredes y fui a mi habitación. Antes de encerrarme, di las buenas noches al monito justo cuando los primeros rayos de sol bañaban los tejados y con esto me fui a dormir hasta la nueva noche.
Sigue así escritora, me gusta. Besos
ResponderEliminar