viernes, 8 de febrero de 2013

Bajo la ciudad - Capítulo I


Todos saben que por las mañanas, la ciudad de Jaén es un bullicio de actividad. La gente va al mercado a comprar abastecimiento, los niños van al colegio y los taxis y autobuses invaden las carreteras transportando a esta gente a su destino.

Mirando desde mi vista privilegiada, en lo alto del tejado avisto toda esta actividad con mirada pensativa. Si supieran estos mortales lo que pasaba en sus calles a altas horas de la noche… no pensarían andar como lo hacen bajo la luz solar.

El mono de la fachada de la catedral mira con desdén a los transeúntes, pensando vete a saber qué cosas traviesas. Era una criaturita de lo más graciosa, si la pillabas de buen humor; aunque rara vez la vieras así.
Bueno no voy a irme por las ramas y voy a contarte mi historia. Me llamo Margarita y vengo de una ilustre familia acaudalada de esta ciudad. Mi padre mandó construir un palacio, sobre en el que vislumbro la vida diurna de los jiennenses en sus tejados. No es por echarme flores, pero en mi tiempo, era una joven muy codiciada por mi belleza y mis modales modestos (lo que más encantaba a los hombres, que buscaban una propiedad, más que una persona). Tenía gran predilección por aquellos que vivían humildemente y me apenaba por su situación. Aunque eso puede que fuera mi perdición.

Me enamoré de un joven que vi un día paseando con mi madre y él se prendó de mí. Tal era nuestro amor que nos veíamos cuando podíamos y nos escribíamos a escondidas de mi familia. Pero por desgracia, nos descubrieron y mi padre, al que odié poderosamente, me emparedó en mi habitación de donde no podría salir en la vida. Mi vida se consumió, pero mi perseverancia por estar con mi amado no y todos los días, le escribía cartas cargadas de amor y esperanza. Pero el tiempo pasó y mis esperanzas mermaron. Se debieron olvidar de mí, porque mi habitación no volvió a abrirse nunca más y acabé desfallecida de hambre y mi destino truncado. Mi sed de venganza y pena deambulan por los recovecos por la casa y a veces escapo por las paredes para dar algún que otro susto a los nuevos habitantes de mi palacio. Dicen los mortales que me ven apenada y me arrastro por los pasillos como alma en pena. Es solo una fachada, en verdad lo que hago es reírme de ellos por sus caras de puro terror. Ni que fuera un fantasma… bueno, sí lo soy ¿y? También tengo sentimientos.

Vuelvo a irme por las ramas. Se nota que hace años que no hablo con nadie ¿verdad? Bueno, el caso es que desde entonces vagabundeo por Jaén a altas horas de la noche. Pronto se hará la oscuridad en esta ciudad y podré campar a mis anchas sin encontrarme con un descuidado mortal.

La luz fuerte y segura del sol va menguando dejando paso a las estrellas, mis acompañantes presentes en mis caminatas. Al fin la luz del sol desaparece y la ciudad echa su manto sobre las casas y acalla los últimos sonidos, dejándola para las nuevas almas que hacen su vida. Como yo.

Me levanto sobre el tejado y me estiro sin temor a represalias sobre etiquetas y protocolo. Ya no rindo cuentas a nadie, excepto a mí misma. Salto hacia el suelo y comienzo a caminar por la calle, mientras otros sonidos y siluetas despiertan de su sueño inmortal. La fachada del Cervantes vuelve a reformarse mostrando su antiguo esplendor ante mis ojos. Estos mortales no tienen ningún respeto por lo anticuado. Observé desde privilegiada panorámica, cómo hacían pedazos a ese ilustre cine y agrietaban sus baldosas, mientras la rabia me reconcomía; pero me contuve de pegarles un susto, bastante tenían con lo suyo.

La nueva plaza de la Constitución dejó pasó a una pequeña ciudad bajo sus pies y las almas que alguna vez habían vivido allí comenzaban sus quehaceres.

Seguí caminando por el paseo al otro teatro. Aquello sí que me dolió cuando en su día lo reformaron por un edificio de cristal y acero. Me daba repugnancia que hubieran hecho aquello. Tal como estaba en aquellos años veinte estaba precioso, con sus columnas y detalles arquitectónicos que combinaban perfectamente con los edificios de su alrededor. Pero como siempre, la modernidad se antepuso y destrozó aquel lugar. Con un suspiro resignado, entré al teatro El Norte y pasando del pasillo de las gominolas entré en la sala de proyección.

Estaba atestada de todas las criaturas inimaginables. Antepasados humildes e ilustres se mezclaban entre los asientos con otras criaturas algo asquerosas en mi opinión. Diablillos y gárgolas montaban un espectáculo ensordecedor mientras se insultaban, peleaban y se tiraban palomitas.

Me senté en los últimos asientos de la sala, cerca de las puertas para tener la mejor salida cuando nos expulsaran de la sala, como cada noche hacían los guardianes del edificio.

Los inmortales humanos conversaban entre ellos sobre las últimas novedades acaecidas, mientras otros miraban con desdén a los monstruitos que se disputaban los mejores asientos a su lado.

Mientras miraba aquel espectáculo, las luces de la sala fueron bajando de intensidad hasta dejarla en penumbra, pero la algarabía de las criaturas seguían con su ritmo discordante.

La pantalla de la sala se encendió y empezó su sesión del día. Me centré en lo que echaban y dejé de escuchar las obscenidades que se prodigaban a los lados y enfrente de mi persona.

Hice aparecer por arte de magia un bol de palomitas y comencé a comerlas mientras miraba con expectación las escenas de la pantalla. De pronto un bulto cayó a mi lado y cuando miré, vi que se trataba del monito de la catedral. Le acerqué mi bol y lo compartimos mientras veíamos la película.

Las palomitas y otras cosas menos agradables volaban en todas direcciones por la sala. El monito de mi lado miraba divertido aquel espectáculo mientras se servía del bol. El ruido aumentó haciendo casi imposible ver la filmación que proyectaban aquella noche. Los demás espectadores empezaron a quejarse también y a participar en los lanzamientos de palomitas.

El monito se arrellanó en la butaca y se rió de aquella escena. Qué demonios, era divertida y dejé de prestar atención a la película. Los proyectiles se multiplicaron y la sala fue un hervidero de actividad donde los humanos tiraban pañuelos y palomitas a las gárgolas que estaban en otro frente mientras echaban espumarajos y puñados de chinas a los otros. La guerra que se nos presentaba se recrudeció y las gárgolas se lanzaron sobre los humanos y empezó la batalla campal.

-Hora de marcharse, monito- canturreé y levantándome de mi butaca salí de la sala con el monito siguiéndome a mis espaldas dando saltitos.

Paseé por la ciudad sin un rumbo preestablecido mientras disfrutaba del silencio aparente de la ciudad. La luna, llena completamente, miraba nuestros pasos mientras nos dirigíamos al norte de la ciudad. Era hora de jugar un rato al escondite entre los olivos. Empezamos a jugar al pilla-pilla y salí zigzagueando por aquellos árboles ancestrales mientras su aroma característico invadía mis pulmones.

Estuvimos un rato así cuando nos cansamos y volvimos a la ciudad. Tocaba recogerse después de un día completo. Cuando pasamos de vuelta a casa, vimos a las autoridades del teatro sacando a empellones a las criaturas y humanos que todavía se debatían. Nos reímos un rato de ellos y antes de que nos pillaran, volvimos corriendo a casa.

El monito se aupó por las grietas de la fachada a su esquina favorita. En cuanto a mí, atravesé las paredes y fui a mi habitación. Antes de encerrarme, di las buenas noches al monito justo cuando los primeros rayos de sol bañaban los tejados y con esto me fui a dormir hasta la nueva noche.

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